martes, 16 de febrero de 2021

Copistas y miniaturistas

Hoy nuestra entrada va destinada a conocer algo más de cerca el trabajo de aquellos que gracias a su esfuerzo nos han permitido conocer más de cerca la Edad Media que ahora estudiamos.


Durante la Edad Media, la cultura obtuvo su refugio en los monasterios. A pesar de la intransigencia de la Iglesia con determinadas manifestaciones de la filosofía antigua y de la vida del momento, será en sus monasterios donde protegidos de las guerras, y de la miseria sus monjes preservarán el conocimiento adquirido a lo largo de siglos pasados copiando una y otra vez los viejos manuscritos que el fuego, el olvido, o el paso del tiempo no habían echo desaparecer de la Historia. Matemáticas, filosofía, medicina astronomía...



Estos monjes especializados en la materia, recibían el nombre de copistas. Podían trabajar bien al dictado  de un lector, o bien por si mismos de libro a libro. Ellos mismos se encargaban de marcar los márgenes y cortar las hojas. Los títulos iniciales las letras capitulares, y las ilustraciones, se dejaban a otros especialistas, los llamados miniaturistas, que se encargaban de completar los manuscritos en su siguiente fase. (Los nombres de miniatura o miniaturista proceden de la palabra minium, el color rojo cinabrio, usado generalmente para rellenar la gran letra en blanco destacada al comienzo de cada capítulo). Finalmente se cosían las páginas del libro y se forraba con dos finas tablas que se recubrían con pieles o con pergamino. El objeto de estas rígidas tablas era contrarrestar la tendencia del pergamino dada su naturaleza, a doblarse y deformarse. Por ello era habitual que estas tapas recibieran refuerzos metálicos en sus esquinas, así como cierres, también de metal para impedir que se abrieran y deformasen.



A veces las tapas de estos libros podían estar ricamente decoradas, aplicándose sobre las tablas marfiles tallados, metales preciosos, esmaltes o incluso incrustaciones de pedrería.


 No solo los religiosos (generalmente benedictinos) se dedicaban a la realización de miniaturas. También existieron escuelas especializadas para laicos. Incluso grandes pintores de la época (Oderisi da Gubbio, Simón Martini, Tadeo Crivelli...) no desdeñaron trabajar en esta especialidad artística.



Aquí en España, Hacia el siglo XI particularmente las miniaturas mostrarán tendencias caligráficas e inspiraciones orientales. Más adelante, ya durante en gótico y posteriormente en el renacimiento, los maestros miniaturistas hispanos se inspirarán en miniaturas flamencas y francesas. 

Con el invento de la imprenta de Gutenberg, el arte de la miniatura iniciará su declive.

Gracias al trabajo de aquellos esforzados miniaturistas que se dejaron la vista trabajando en los scriptoriums de sus conventos o en sus talleres laicos, podemos hoy conocer  más de cerca la vida en la edad media gracias a la observación de los numerosos detalles con los que decoraron y ambientaron las múltiples escenas de los innumerables y valiosos códices que afortunadamente han llegado hasta nuestros días.


La materia prima

En la antigüedad, el papiro era el material más cercano al papel que se conocía, aunque existieron otros soportes como la arcilla, la madera, la piedra o el metal, donde dejar un testimonio por escrito.

Todas las grandes bibliotecas de aquellos tiempos estaban se encontraban repletas de ejemplares donde se atesoraban los más amplios conocimientos de la época, compitiendo incluso entre ellas al respecto. Y la materia prima más demandada para ello era  claro está, el papiro.

El papyros es una planta que crece exuberante en las pantanosas aguas del delta de Nilo. Desde Alejandría se ejercía un fuerte control de su producción en beneficio de su famosa biblioteca.

En Pérgamo ciudad situada en el Asia Menor,  cuya biblioteca rivalizaba con la de Alejandría, hartos de la situación, decidieron buscar una solución al problema del incierto suministro de tan indispensable material. Así hacia el siglo III de nuestro tiempo, a apreció un nuevo soporte para la escritura, basado en la piel de cabra o de carnero que será conocida  con el nombre de pergamino en honor a la ciudad donde se desarrolló el invento.

La idea era simple, la materia prima estaba muy al alcance y en abundancia en la zona, como para no depender del extranjero. El tratamiento que recibía la piel una vez perfectamente depilada tampoco era demasiado costoso. Se maceraba primero en agua de cal, y luego se pulía con piedra pómez. Se obtenía así un soporte tan flexible como el papiro, pero mucho más resistente. Tanto, que podía incluso rasparse y poder volver a ser reutilizado escribiendo de nuevo en él.

Por su parte la invención del papel, se atribuye a un chino llamado Tsao  (o Ts´sai)  Lun, que hacia el siglo I de nuestra era comenzó a producir este material a partir de tejidos deshilachados, corteza de árbol y viejas redes de pesca, que se deshacían hasta conseguir una pasta que, una vez extendida y seca, se convertía en una delgada hoja de lo que hoy conocemos como papel.

No será hasta el siglo VIII cuando los árabes obtengan el secreto de la fabricación del papel. En adelante las fábricas de papel se extenderán por todo Oriente Próximo. Samarkanda, Bagdad, y ya en el siglo X, Damasco, Trípoli, El Cairo... En el siglo XI se establecerá también una fábrica en Fez, y hacia el año 1150 aquí en España, en Xátiva (Valencia) donde se producirá un papel de una calidad excelente. Mucho más fino y ligero que el pergamino, el papel se irá producido cada vez en mayor cantidad y a un precio más económico, gracias a las innovadoras técnicas aplicadas a partir del siglo XIII, ganándole terreno rápidamente hasta desplazarlo por completo del hacia finales de la Edad Media.


















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